El invierno en Rusia es para cogerlo con pinzas. Lo que puede pensar un español de pura cepa sobre esta época del año en este país puede ser lo típico: coño, qué frío. Sin embargo, cuando llevas un tiempo viviendo aquí te das cuenta de que este es el menor de los problemas.
El frío se puede llevar de cualquier forma, te abrigas y ya está, pero a lo que todavía no he conseguido acostumbrarme es a las escasas horas de luz en invierno. Aquí, a las tres de la tarde el cielo está tan negro como a las diez de la noche en Alicante, de donde vengo. Además, tampoco es que amanezca más temprano, normalmente tienes que esperar hasta las nueve y media de la mañana para poder ver algún mísero rayo de sol, de manera que tienes que andar buscando tu ropa en el armario con la linterna del teléfono para no despertar a la persona (y gato) que viva contigo. La calle tampoco está bien iluminada si vives en la periferia, a excepción de las zonas cercanas a lugares clave, como el metro, donde la luz no es un problema tan grande como el barro y la suciedad.
Es bien sabido que San Petersburgo es una de las ciudades más lluviosas de Rusia, pero eso no soluciona la cantidad de mugre y tierra que se acumula con el paso de los días. Esta roña hace más complicado, como mínimo, poder acceder a los distintos transportes de la ciudad que tienes que utilizar por narices si no quieres llegar como un bacalao a la oficina. Los más valientes, sobre todo los que viven cerca de sus trabajos, deciden ir a pie, aunque esto nunca termina muy bien cuando se combinan los charcos con las bajas temperaturas.
El hielo, para mí, es lo más ruin del invierno ruso. No se suele sufrir hasta bien entrado diciembre, pero cuando aparece se hace de notar. La gente recomienda utilizar calzado adecuado, con clavos, para hacerle frente, aunque en realidad no existe un remedio milagroso que evite que te pegues dos o tres tortazos a la semana. Los niños, en cambio, juegan a deslizarse por las placas de hielo que ellos mismos escarban, y se divierten. Por lo menos no hacen nada malo, puesto que aquí hay una costumbre muy americana que gracias a Dios va desapareciendo con los años. Me refiero a lo de escupir en el suelo. Parece que muchos rusos todavía no se han enterado de que viven en un país en el que la temperatura no sube del cero la mitad del año, de modo que sus "patajos" o "patos", como decimos en Elche, se quedan congelados en la acera hasta el final de la primavera para recordarte lo cochina que es la gente. No son pocos, pero tras una nevada fuerte como la de hoy pueden quedar cubiertos para que no pienses mucho en ellos.
Sí, por si te lo preguntabas, estos días ha nevado bastante en San Petersburgo, y también ha hecho un poco de viento en las zonas que no están abrazadas por demasiados edificios. Viento y nieve no es una mezcla de fenómenos atmosféricos que todo el mundo quiera experimentar. Es difícil caminar por la calle o pasear en tu día libre mientras una ventisca te azota la cara, por mucho que te intentes tapar, el frío penetra en la piel como una flecha. A mí me gusta a ratos, cuando quiero algo de acción, pero luego veo que esa acción espontánea mía es la rutina de aquellas personas que trabajan en la calle cada día como basureros, repartidores, quitanieves, etc.
En resumen, el invierno en Rusia no es para todo el mundo, al menos no para todo el que quiera vivir tranquilo y no como un ruso fornido alimentado a base de requesón y sopa de remolacha. Yo vengo de una tierra apacible de brisas cariñosas en la que las temperaturas no bajan de los cero grados. Cuando comparo vidas, la de aquí se puede resumir en ir de casa al trabajo y del trabajo a casa porque el clima no da para más. No digo que esto me supere, puesto que es mi segundo invierno aquí y yo no es que fuera el mayor fiestero ilicitano, pero sí que puedo decir que este invierno lo estoy sintiendo más intensamente que el anterior. Después de todo, se echa de menos un poco de calor (que no infierno) español.