Casi todo el mundo piensa que ser profesor está chupado. Esta afirmación pudo haber sido cierta en tiempos de nuestros abuelos, sin embargo, ejercer hoy en día la docencia se ha vuelto más peligroso que antes.
Mucha gente se corta cuando está haciendo su trabajo. Muchos se quejan, pero a un profesor no le sirve de nada quejarse por algo a lo que se supone que debe estar acostumbrado. Dicen que ser profesor es una de las profesiones más seguras. Yo digo que lo es a ratos. No cabe duda de que enfrentarse a un aula llena de individuos impredecibles es intimidante, incluso preparar el temario ideal puede ser tan arriesgado como cuando un cocinero despieza la carne o un carpintero sierra la madera.
La primera vez que me corté con un folio fue cuando empecé a trabajar en la primera academia de español en San Petersburgo. Allí, dentro de la sala de profesores, la fotocopiadora no paraba de escupir papeles cada quince minutos. Los folios salían más calientes... Y afilados. Los cogí y comencé a ordenarlos con golpecitos sobre la mesa para graparlos. Fue en ese justo momento cuando ocurrió lo inevitable.
Todavía hoy sigo sintiendo en el dedo índice de la mano derecha. Era un corte tan pequeño que apenas se apreciaba. Su tamaño no tenía nada que ver con el dolor que me produjo. Un accidente así es tan inesperado para cualquier que todos reaccionamos del mismo modo; aspirando aire frío a través de la dentadura y soltándolo con la boca en forma de un dramático "ah". Más o menos es el mismo sonido que cuando nos reventamos al meñique del pie con la pata de la cama. Quizás incluso más dramático.
Los profesores no solo nos arriesgamos a ser agredidos por el papel. También estamos expuestos a los cortes de otras personas, de todas las edades, sexos y nacionalidades, con pensamientos e ideas distintos, y reacciones también distintas. Nos la jugamos cada día con nuestras ideas, palabras y gestos, y también con nuestra puesta en escena, y muchas veces sin saberlo. Por ejemplo, si hay algo que corta más que un folio es la cara larga que te ponen tus estudiantes cuando ven que la clase no les va a gustar; ya sea porque las tildes son menos útiles que aprender a hacer encuestas en TikTok, o porque los cantares de gesta no tienen una rima tan interesante como la de Beret o Luis Fonsi.
Por otro lado están los cortes que afectan a nuestra integridad física. No todo el mundo está capacitado para plantarse cada día enfrente de una treintena de adolescentes hormonados o una quincena de rusos patriotas. Claro, ¿quién se va a esperar que unos críos que han llegado fumados vayan a sacarte una navaja en mitad de una clase o que unos extranjeros se vayan a ofender por el inoportuno comentario que has hecho sobre su sopa fría? La reacción de tus alumnos puede ser tan inesperada y dolorosa como cortarse con un folio.
La docencia no es un trabajo para cualquiera, pero a cualquiera le encantaría tener este trabajo. Debo admitir que la segunda vez que sufrí un corte lloré mucho, pero lloré de felicidad, de una cortante satisfacción que me bañó más en nostalgia que en lágrimas. Tengo la suerte de tener uno de los trabajos más gratificantes del mundo. Lo mejor es no centrarse demasiado en sus riesgos, pero tampoco hay que subestimar esas pequeñas anécdotas que nos demuestran que los papeles también pueden cortar.