Si mal no recuerdo, la siguiente historia sucedería por el año 2009. Entonces yo cursaba cuarto de la secundaria, por lo que no tendría más de dieciséis años. Por entonces tenía más granos en la cara, pero eso sí, estaba más delgado, tenía menos barba y lucía una melena que me llegaba hasta los hombros. No en vano en clase me llamaban Enrique "el melenas", un mote que nunca terminó de gustarme. Para colmo, los más pícaros añadían la coletilla "el terror de las nenas", no sé si por la rima en sí o porque efectivamente todas las chicas del instituto intentaban evitarme al considerarme un "rarito".
Como buen "rarito", yo sólo me juntaba con otros raritos, y tal vez así logré ganarme el desafecto de los compañeros más problemáticos de clase. En aquella época, a los bichos raros se les trataba mal. Nunca podíamos formar parte de los "populares". A menudo se nos insultaba, se nos hacía la vida más dura por los pasillos del instituto, por lo menos más que ahora. Eran otros tiempos. En la actualidad, los frikis de mi época están llorando de rabia porque se ve, o al menos esa es mi sensación, que ya hay más tolerancia y respeto hacia los raritos tanto dentro como fuera de la escuela. Es más, el frikismo se ha convertido en una especie de profesión, un rol a seguir, el escalón más alto de la popularidad. Si eres gordo, feo y te gustan los videojuegos y el anime, tienes más cabida en la alfombra roja que un chaval al que llamaban "el melenas" en 2009.
Pero esta no es la historia. Como bien he dicho, por aquel entonces los raritos no éramos los preferidos de nadie, ni siquiera de los matones. Yo conocí a varios, unos más brutos que otros, pero esta anécdota trata sobre uno de ellos en concreto. Realmente no recuerdo bien su nombre. ¿Cómo se llamaba? ¿Carlos? ¿Cristian? De una cosa estoy seguro, y es que su nombre empezaba por la letra "C", de modo que de ahora en adelante me referiré a él como "C...".
C... no era el más malo de los malos que podía conocer, en absoluto. Era un chico de mi clase, alto, de pelo corto y negro y un poco corpulento. Sus brazos no eran muy musculosos, pero algo se le notaba. Algún resultado debía darle lo de haberse apuntado al gimnasio desde los catorce años, algo de lo que estaba muy orgulloso porque a menudo nos lo recordaba a toda la clase entre grititos y posturitas. Los chicos apenas le hacíamos caso, pero eso a él no le importaba. Lo único que quería era la atención de la mayoría de las chicas, que irremediablemente la tenía le pese a quien le pese.
Por otro lado, el muchacho no es que fuera muy espabilado, la verdad. Se hacía valorar a su manera, o sea, con la fuerza bruta. A veces, mediante amenazas y aspavientos, nos pedía amablemente cachos de nuestros bocadillos a mí y a unos cuantos desgraciados más. Como el mío no le gustaba, terminó aborreciéndolo. Un día, de súbito, dejó de robarme el almuerzo. Nunca le estaré tan agradecido al bocadillo de atún con olivas.
C.. no era muy malo, pero a una legua se veía que le encantaba sentirse el macho dominante. Al darse cuenta de que apenas podía abusar de los normales de clase por tener el cerebro del tamaño de medio guisante, pues trataba de sofocar sus emociones con los frikis de turno. A mí, por suerte, nunca me dio billete gratuito a una de sus zurras. Algún golpecito me daría, no me acuerdo bien, pero de eso a una paliza había un paso. Supongo que nunca me reventó la cara porque nunca le puse barreras a sus caprichos. Cuando me pedía una cosa, se la daba sin preguntar ni rechistar. Al principio lo hacía por miedo, pero acabé por tomarlo como una especie de ofrenda a los dioses. El resto del día me iría bien. Además, ¿para qué cambiar las buenas costumbres? Sin embargo, un día pasó algo...
Habíamos terminado la clase de gimnasia y, como era la última clase del día y tuve la suerte de encontrarme un euro en el bolsillo, me fui directo a la cantina para comprarme una Coca Cola. Mientras esperaba a que sonase la sirena, abrí la lata y le di varios sorbos para refrescarme. No había nada como una subida de azúcar después mover las lorzas que ya empezaban a asomarse. Deslicé la lengua por toda mi boca tratando de encontrar el gusto a cada gota y a cada burbuja del refresco. Tomé unos cuantos tragos más, no conseguía identificar el característico sabor de la Coca Cola por ningún lado. Algo andaba mal...
Cuando pasé por el recibidor, me topé con C..., que salía de la sala de gimnasia con la mochila al hombro y la cara sudando como una catarata. Al verme con el refresco recién abierto en la mano, no se lo pensó dos veces. Gritó "¡Qué bebes, Enrique!", se me acercó de un par de zancadas, me arrancó la lata de las manos y se la tragó entera. Ni siquiera dijo por favor ni gracias, y tampoco le importó que yo ya me hubiera bebido casi la mitad. Cuando terminó, me la tiró encima y algunas gotas me salpicaron en los ojos. Su cara no parecía de satisfacción. "¡Puajj, qué mierda es esta!", exclamó con el ceño fruncido, e inmediatamente se fue sin que pudiera decirle nada.
Yo tampoco entendí el peculiar sabor de aquella Coca Cola. Sabía como a metal oxidado. ¿Estaba caducada? De camino a casa miré y remiré el envase, pero no parecía haber caducado. Luego busqué a ver si es que era una Coca Cola de esas con sabores extraños. No sé, una de vainilla, o de coco... Nada de nada. Ya en casa, tiré la lata a la basura y me relamí otra vez. Sorprendentemente, seguía notando el sabor en la lengua. Me metí el dedo en la boca, y al sacarlo me quedé alelado por lo que vi... Tenía el dedo cubierto de sangre, al parecer, sería de una llaga que reventaría al beberme el refresco. No me lo podía creer, C... se bebió mi sangre sin darse cuenta...