Tú, navegante de la red de redes, que me estás leyendo desde no sé qué parte del mundo, espero que me disculpes por no haber escrito nada desde hace mucho tiempo. Quizás seas un fiel seguidor mío, o tal vez has llegado aquí por primera vez.
Puede que hayas leído alguno de mis libros o que tan sólo la casualidad te haya reunido conmigo como un mal día que termina mojado. Seas quien seas, lee con atención las titilantes líneas que te escribo sin ánimo de contrapartida y que te dedico a ti, querido lector o lectora, sin apenas conocerte aunque con enormes ganas de hacerlo.
Me llamo Enrique y soy otro más de los muchos desgraciados a los que la pandemia propinó una patada en la boca, sin ocasión de esquivarla, con las manos cubriendo los ojos pero no igual las esperanzas y sueños que terminaron saliendo disparados, escupidos en un chispeo de sangre, como dientes rotos tras una soberana paliza.
Yo soy de los tercos que piensan que si deseas hacer algo, debes hacerlo. Me dijeron que no debía pensar más de esa manera, que todo el mundo lo estaba pasando igual de mal. Si bien se ha demostrado que un virus puede parar hasta un avión, no es menos cierto que las esperanzas y los sueños de la gente, aunque desgastados por las circunstancias, nunca dejan de volar alrededor de nosotros. Nos rodean, constantemente, cuando estamos en casa, en la escuela o en el trabajo, esperando algún día poder aterrizar de nuevo en nuestras vidas.
La pandemia nos sigue azotando a todos. Las cabezas se llenan de preguntas para unos, para otros solo son condicionales que ya nunca podrán ser resueltos por ser demasiado tarde. A ellos les tocó la peor parte aunque a fin de cuentas todos estamos jodidos por igual. Nadie se libra de los contagiosos tentáculos del virus. Ningún científico, ni siquiera tras dos años de intenso oleaje, ha logrado plantar cara a la amenaza diciendo "ya te tengo, ya te tenemos, hasta aquí habrá llegado tu era de terror". Por el contrario, los meses, eternos meses, siguen pasando, indiferentes, como un río de gente pasa frente a un músico callejero a las puertas del metro.
Desde el inicio de la crisis "covidesca" no pasó ni medio año hasta que, débil de mí, me harté y lo dejé todo. Absolutamente todo lo que obtuve hasta ese momento, o más bien lo poco que conseguí acaparar, lo deseché como se desecha una mascarilla de un uso. Otra vez dejé mi país, España, y otra vez me largué a otro más familiar y menos paralizado y, por qué no decirlo, menos maltratado por el tiempo. Seguramente el encierro y las continuas medidas inútiles que se adoptaban en mi país agilizaron mi decisión. ¿A quién puedo culpar? A nadie.
En conclusión, me fui. Dejé atrás a mi familia y mis amigos, otra vez. Me dijeron que lo estaba haciendo mal, que debía aguantarme como todos y esperar a que el tiempo pasara. Pasó un año, luego pasaron dos... ¿Cuánto más tenía que esperar, inmóvil e impotente, sentado en el sofá del salón hasta que sonara el teléfono con una oferta del sistema de empleo? Ese sistema que te quiere así; manso y dócil para que no puedas alterar demasiado el orden de los acontecimientos.
No consentí que me hicieran esperar más, y con perseverancia y ayuda de mi compañera, Dasha, fue como llegué a ser uno de los primeros extranjeros que lograron entrar en Rusia tras el fin de los cierres fronterizos. No fue nada fácil y, de hecho, sigue sin serlo. Me dijeron que no podía largarme a otro lugar así como así, que no podía salir de mi país tan fácilmente. Había mil restricciones, todas las fronteras cerradas y los teléfonos de las embajadas estaban descolgados. Me sentía como en una guerra y, aunque me llamen conspiranoico, tengo razones para pensar que no iba tan mal encaminado. Mientras tramitaba toda la documentación, y dadas las innumerables trabas que me pusieron, me daba la sensación de que todos los países estaban usando la pandemia como un arma política. Una guerra silenciosa, invisible, que nadie puede ver pero que todo el mundo puede sentir, igual que un virus.
En cualquier caso, por fin puedo decirlo con gran alivio: he vuelto a San Petersburgo. Curiosamente, aquí todo permanece inalterable, como si nada estuviera ocurriendo. Sales a la calle y es imposible escapar del alboroto y el movimiento. Las fiestas no han desaparecido y no hay que afinar la vista para averiguar si una persona está triste o contenta. Todavía se pueden ver las sonrisas de los viandantes, y yo me alegro de ello.
La vida aquí en invierno es dura, sí, de eso aún me acuerdo. Y también me acuerdo de lo ilusionado que me sentía aquel nueve de septiembre de 2017, cuando recibí el visado ruso y el visto nuevo de quien sería mi futuro jefe en Rusia. Cargué dos grandes maletas con todo lo que iba encontrando en mi habitación. "¡No vayas a Rusia que allí hace frío!", me decían mis allegados... por eso llené una maleta y media con mucha ropa, y en la mitad restante metí unos pocos trastos que jamás llegaría a utilizar aquí: unas castañuelas, un libro de partituras de barbershop y un bañador de color naranja. De lo que no me arrepiento es de haberme traído una plancha, creyendo que en Rusia no tendrían, porque eso fue, además de la ropa, lo que más aproveché después de todo.
San Petersburgo es como esa vieja amiga que siempre te recibe con los brazos abiertos. La primera mañana me encontraba a las puertas de Chernyshevskaya, a quince grados bajo cero y vistiendo tan solo una chaqueta de primavera. No habían pasado ni tres segundos hasta que alguien me robó la atención. Era una mujer anciana que llevaba un taco de folletos en la mano y caminaba en círculos. Me da uno. Dice: "Bollería Petergova", pero no tengo hambre.
Un minuto más tarde, dos rusos se acercan a mí dando bandazos, tratando de esquivar a los que entran y salen del metro. "Dígame, por favor, ¿la calle Kirochnaya?", me pregunta el más alto. Su compañero se detiene dos pasos atrás, muy atento. Yo, como apenas conozco el callejero de la zona, le respondo con un "No sé". Seguidamente, el hombre se da la vuelta a su acompañante y le grita frustrado: "¡Nadie lo sabe!"
Se marchan, y antes de hacerlo yo, que ya tenía ganas, me asalta otra persona. Esta vez es una mujer de mediana edad, bastante abrigada. Se acerca con vagos esfuerzos por mostrar su desdentada sonrisa. "¿Danil?" No, yo no soy Danil. Ni sé quién es Danil... Sin embargo, algo dentro de mí me estaba empujando a conocerlo. ¿Por qué yo no puedo ser Danil? Si aquella mujer era alguna conocida, le podría haber respondido afirmativamente... ¿Y quién sabe si hubiera podido ser mi madre? Hasta le podría haber ayudado a comprarse una dentadura nueva.
Toda esa gente se acercó a mí, aunque tuviera rasgos europeos, como si me conociera. Me hablaron en ruso, aunque no era ruso. Me preguntaron direcciones, aunque yo no era petersburgués. Era como si Rusia me hubiera estado esperando durante tanto tiempo, y aun así no pudiera evitar arrugar el ceño como si quisiera saber adónde había ido y qué había estado haciendo todo este tiempo. "¡Estaba en España!", yo podría responder una y otra vez con una estúpida sonrisa y el desinterés de tener que explicar la historia completa. Seguidamente me invitan a unos sirniki y un té de frutas del bosque, y todos tan amigos.
La razón de haberme marchado mi país de nuevo es una historia frágil y difícil. Es frágil porque, en cualquier momento del relato, cualquier persona podría lanzarme una egoísta pero certera piedra que logre hacerla pedazos, y es difícil porque yo todavía no sé cómo contarla para que eso no suceda. La cuente o no algún día, el final ya lo sabe todo el mundo; estoy en Rusia. Ese es el final, y será el final durante mucho tiempo, como mínimo hasta el día en que la pandemia termine.
¿Y por qué te escribo a ti, querido lector y lectora? Pues nada más y nada menos que para darte un consejo. Quizás no soy el más indicado para hacerlo porque yo, como el más desgraciado, he cometido muchos errores en mi vida. Sin embargo, creo que tengo el derecho de, al menos, avisarte de que si algún día te dicen que no puedes hacer algo, no les hagas caso. Si algún día te dicen que no puedes salir de tu país, no les hagas caso. Si algún día te dicen que naciste para ser esclavo del sistema, no les hagas caso. A mí siempre me lo decían, antes y ahora, y aquí estoy pasando frío. Tú, en cambio, seguro que sabes bien lo que quieres. Sabes lo que tienes que hacer y, termine la historia bien o mal, no hay sensación más gratificante que la de sentirse realizado. Porque es mejor morir habiendo hecho algo que deseabas que vivir torturado por la pregunta: "¿Y si hubiera...?"