Noticia: Prólogo de mi novela corta

No soy una persona que acostumbra a anunciar lo que escribe. Probablemente sea tímido, o muy probablemente es que no sepa venderme bien. Pero una cosa es cierta, y es que me gusta que mis letras lleguen por casualidad a la persona correcta, sin forzar enlaces, sin amenazar destinos... Así que pido perdón a mis lectoras/es, porque esta vez lo voy a anunciar también.

Hace unos años comencé a escribir novelas cortas, o novelillas, o como se quiera designar a un manojo de papeluchos sin sentido, como para quitarle hierro al asunto. Soy consciente de que la composición de un romance no es algo al alcance de todo el mundo, y mucho menos que se pueda llevar a cabo como si de atarse los cordones de los zapatos se tratase. La escritura requiere un camino muy largo, y sé de sobra que yo no me encuentro ni rebasando la línea de corte, ni posando el pie en el primer escalón de la literatura. Yo, que me he dedicado más a la poesía y a los relatos cortos, pero sobre todo a otros quehaceres que nada tienen que ver con las letras, esto de las novelas me viene grande. Quizás debería apuntarme a uno de esos cursos de escritura creativa que tanto megáfono gastan y tanto furor provocan entre personas célebres y no tan célebres.

En toda mi vida, empecé unas diez novelas, y de esas diez terminé unas tres, y de ninguna de ellas estoy satisfecho. Las leía y releía, y me parecían ridículas. Al poco tiempo de publicarlas, me arrepentí y revertí su publicación. Hace un año, traté de retomar una de esas novelas terminadas. La rescribí dos veces, y seguía sin gustarme. Hoy le he vuelto a dar una oportunidad, y he conseguido terminar el prólogo, que ya puede considerarse una gran hazaña para un simple hombre como yo.

Pero sigo sin estar conforme, y es por eso quiero pedir ayudar a mis lectoras/es. Para ello, os invito primero a leer lo que tengo escrito tanto en esta entrada como en Google Books, que es donde acostumbro a publicar mis libros. Si el español no es tu idioma, sin problema se puede copiar y pegar (cosa que en Google Books creo que no se puede) y traducirlo con cualquier traductor. También os he facilitado mi correo directamente en la parte izquierda del blog, para que enviéis vuestros comentarios y sugerencias, que seguro me servirán mucho en la elaboración de este trabajo.

Como agradecimiento, si coincidimos algún día por la calle, os prometo invitaros a un café, y puede que también a una tartita.

Enrique.

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PRÓLOGO

    La mañana en la que Amador se levantó un poco más viejo, su smartphone no sonó ni una sola vez. Tampoco lo hizo la aplicación del despertador, y eso que cada noche se aseguraba varias veces de que la había configurado correctamente, por su mala costumbre de llegar tarde al trabajo, pero sobre todo para que la calculadora no tuviera que volver a realizar una labor fuera de sus funciones habituales. Madrugar no era lo suyo, actitud que le distinguía de una araña de patas largas, a la que había apodado cariñosamente Aracne, que cada mañana se preparaba desde un rincón para hincarle el diente a las imprudentes moscas que se habían quedado adheridas entre los pelillos del burlete.

    Amador y Aracne vivían hacinados en un estudio de escasos nueve metros cuadrados a las afueras de Hélike. En un espacio tan minúsculo, era absolutamente posible para una persona cocinarse el desayuno mientras se duchaba. Nada más entrar en el habitáculo, en la pared izquierda se asomaba un perchero de plástico en el que, por peso, no cabían más de dos prendas. A mano derecha se localizaba un baño de unos generosos dos metros en el que encajaban perfectamente una ducha con cortina, un inodoro, un toallero y un pequeño espejo. A continuación del inexistente recibidor, se encontraba el dormitorio-cocina. Una corta mesa de Ikea, diseñada para un único comensal por lo poco que cabía en su superficie cuadrada, y un sofá-cama de tela gris presidían la zona izquierda del habitáculo. Sobre el mueble había un estante con dos compartimentos para guardar la ropa y los trastos de puntual funcionalidad, como una plancha o una maquinilla de afeitar. En la zona derecha, la cocina se alzaba majestuosamente sobre una nevera y una lavadora pequeñas, con todo lo necesario para el inquilino soltero o solitario: una vitrocerámica eléctrica, un fregadero de aluminio, un microondas y una despensa doble atornillada a la pared en la que Amador guardaba infinitas variedades de sobres de comida instantánea. A la izquierda de la cocina quedaba arrinconado un tímido escritorio, también de Ikea, con unos pocos compartimentos y cajones que en ocasiones eran rellenados con calzones y calcetines limpios. Todo ello rematado por unas pálidas paredes vestidas con el papel más barato y los diseños geométricos más insulsos.

    La escasa luz que entraba a la vivienda era ofrecida por una ventana de apertura doble cuando hacía calor, o simple cuando la calefacción estaba mal regulada. De un salto, Amador podía pasar del dormitorio a la cocina. El sofá-cama, como de costumbre, se resignaba a quedarse deshecho en un ovillo de almohadas y sábanas, y nunca conoció otra suerte. Sobre el alféizar de la ventana se amontonaban varios calcetines huérfanos para su paciente secado, mientras que en invierno las bisagras horizontales le permitían colgar una bolsa por fuera, enrollando el asa en la manilla interior, de modo que podía enfriar la comida y así ahorrar en la factura de la luz.

    De un momento a otro, en el interior del pequeño y desordenado apartamento se fue extendiendo un amalgama de olores; el de la tubería del inodoro recién despertada y el de su desayuno favorito: salchichas fritas condimentadas con ajo en polvo y acompañadas con dos rebanadas de pan de centeno, un poco de queso de plástico y una taza de café instantáneo con leche desnatada.

    Preparado el desayuno, Amador se sentó en el ahora sofá frente a la triste mesa de Ikea. Tras dos bocados y un sorbo, sacó su teléfono móvil, todavía mudo, suspiró y dedicó unos momentos a mirar por la ventana.

    Fuera, en la calle, todo permanecía blanco e intacto, como en cualquier invierno en Hélike. Ni un pájaro, ni una gaviota, ni siquiera el papagayo del vecino de enfrente se atrevía a abrir el pico. El barrio, una zona residencial en la periferia, era como un cementerio durante aquellos gélidos días, un cementerio lleno de vivos.

    Los edificios no paraban de multiplicarse cada año, al mismo tiempo que las familias jóvenes y los renegados al bullicio decidían mudarse a una zona más tranquila y asequible. Esta era la receta perfecta para la creación de un bosque de bloques de hormigón, una colmena triste y callada en la que la gente pudiera descansar y reponer fuerzas a fin de ser más productiva al día siguiente y el resto de la semana, del mes, del año y de la vida.

    De vez en cuando caía una nevada que duraba una semana, y la nieve se iba amontonando encima de los coches como el merengue sobre una tarta. Los amarillentos focos de las farolas hacían de guindas, mientras que de las virutas de chocolate ya se encargaba el chihuahua de la jubilada del entresuelo, quien había enseñado a su mascota a hacer sus necesidades en lugares tan impensados como la escalera exterior o el tobogán de la zona infantil. A pesar de que Amador ya estaba acostumbrado a ver su barrio como salido de una pastelería, aquel paisaje le recordó que aquel no era un día cualquiera: era su cumpleaños.

    Ya eran treinta y un inviernos en los que había visto la nieve caer sin clemencia. En general, el invierno aguantaba algo más de seis meses cuando la primavera tardaba en aparecer. A Amador la nieve y el frío no le gustaban nada. A diferencia del resto de los niños, de pequeño nunca fue de los que se emocionaban cuando caían los primeros copos. Tampoco le entusiasmaba jugar a la guerra de bolas de nieve. Nunca le avisaron de que acabaría viviendo rodeado de un invierno interminable, en un barrio a las afueras, donde el frío se intensificaba por la falta de alumbrado público y la escasez de tráfico.

    El teléfono seguía sin sonar, y Amador se impacientó. Engulló rápidamente las salchichas y se bebió de un trago lo que quedaba de café. Rápidamente se vistió con lo que encontró por el corto camino que había del sofá a la puerta. Solamente necesitaba unos minutos más para acicalarse antes de salir. Agarró del perchero un abrigo de colores apagados y del bolsillo derecho extrajo un pequeño peine de plástico rosa con el que se ajustó varias veces el pelo primero hacia el lado izquierdo, y luego hacia el derecho. Del bolsillo izquierdo sacó un pequeño pulverizador de perfume, y se dio un toque en cada lado del cuello y otro en la nuca.

    Tan pronto como salió de casa, comenzó a bajar las infinitas escaleras. Descender desde un decimoctavo piso era más fácil que subir. En ambos casos, no tenía otra alternativa. En invierno, a menudo se averiaba el ascensor. Los cables y poleas se congelaban por la humedad del clima pantanoso y las extremadamente bajas temperaturas. Los frecuentes temporales de viento y nieve tampoco facilitaban las labores de reparación. Debido a esto, los técnicos podían tardar semanas, incluso meses, en aparecer. Peor lo tenían los bomberos cuando, debido a una colilla mal apagada, debían ascender con sus trajes y demás bártulos ignífugos escalera arriba, y luego escalera abajo, y luego arriba de nuevo, en busca del foco del humo que, al final, resultaba estar en el ducto de basura de la primera planta. Las escaleras se extendían, se rizaban y se escondían entre tramos interiores y exteriores al edificio, en cuyo caso debían atravesarse una serie de rechinantes puertas, por lo que no faltaba el salpique de señales que aconsejaban tener cuidado con los resbalones.

    En la planta más baja había una puerta metálica, magnetizada, siempre predispuesta, que saludaba y se despedía de los vecinos silbando por las hendiduras de los marcos. Amador la empujó con fuerza, pues resultaba más trabajoso abrirla desde dentro por la diferencia en densidad de aire y temperatura entre la calefacción central del edificio y el frío de la calle. Cuando consiguió salir al exterior, un enorme soplo de aire gélido le azotó el rostro y terminó de espabilarlo, por si aún estaba dormido.
Eran quince minutos a pie desde casa hasta la estación parada de autobús, un viaje que Amador estaba seguro de poder hacer con patines de hielo. No era raro que en las horas más cálidas del medio día, y si hacía sol, la primeras capas de nieve se derritieran y el suelo apareciese encharcado en unas horas. Conforme se acercaba la noche, los numerosos charcos volvían a congelarse, y en consecuencia se formaba una pista de patinaje natural que llegaba a ser fatal si se pisaban sin el calzado adecuado.

    Ya en la parada de bus, Amador se encontró con el  recibimiento de todas las mañanas. Una señora mayor, que rondaría los setenta años, bajita y desaliñada, no apartaba los morros de un megáfono. Con aparente desgana entrelazaba una serie de eslóganes, anuncios publicitarios y una canción sobre una autoescuela que posiblemente había compuesto ella misma debido a la monotonía de su trabajo. Llegó el autobús, y un grupo de personas se agolpaba frente a sus puertas, todavía cerradas, entre bostezos y ronquidos, por ver quién viajaba de pie y quién lo hacía sentado. Unos estridentes pitiditos anunciaron la apertura automática de las puertas, y al instante la masa de personas comenzó a embuchar el interior del vehículo sin importar quién iba delante o detrás. Amador, con gesto antipático, apenas opuso resistencia. Se dejó llevar por la oleada de cuerpos dormidos hasta el rincón en el que, posiblemente, ya estuviera escrita su presencia.

    Amador se pasó todo el trayecto reflejándose en su teléfono móvil. Estaba obsesionado con las notificaciones, como si esperase la felicitación de alguien. Aunque era su cumpleaños, no pensaba que sus compañeros le harían un regalo, aunque tenía el presentimiento de que algo bueno le esperaba en la oficina en cuanto llegara. Activó la cámara frontal y comenzó a remirarse. De vez en cuando se le despeinaba el flequillo con el vaivén del vehículo y él volvía a ponerlo en su sitio con el peine sin apartar ni un segundo la mirada de la pantalla. En su cabeza tan sólo le invadía un pensamiento: estar bien presentable para cuando estuviera delante de su jefa, Esperanza.

    Esperanza era la jefa de Amador; una mujer alta, rubia y con los ojos verdes, de exuberante presencia y mirada amable. Dirigía con gran eficiencia  Lumivella S. L., una empresa de artículos de belleza que con el tiempo se había hecho bastante conocida. Por vocación e imagen corporativa, acostumbraba a ir lo más arreglada posible. El color de sus labios y su vestido de tela variaba con el día, pero siempre apuntaba a la elegancia más que a la extravagancia. También valoraba mucho la buena presencia de la gente que la rodeaba, la que conocía y la que le quedaba por conocer, aunque con sus empleados no fuera tan exigente. Como estricta norma, lo único que pedía era que, en su presencia, no se presentara nadie en la oficina con el pelo despeinado, una regla que Amador cumplía a rajatabla.

    Amador era, junto al resto de sus compañeros, un empleado más al servicio de Esperanza. Todos en Lumivella S. L. tenían una buena opinión de la jefa, aunque casi ninguno había podido entablar una conversación de más de cinco minutos con ella. Esperanza era una persona tan ocupada que rara vez tenía ocasión de dejarse ver por la oficina. Siempre iba y venía. Cuando no tenía que acudir a una convención de maquilladores en la otra punta de la ciudad, se la podía ver tomándose su habitual cortado en la cafetería de la esquina mientras trabajaba desde un portátil.

    Su paso por la oficina, sin embargo, era inconfundible. El característico ruido de sus tacones taladrando cada peldaño de las escaleras era el mejor toque de queda para sus empleados, que en cuestión de segundos dejaban de hacer los vagos para ponerse con alguna tarea pendiente. No importaba lo bien que disimularan, era casi imposible tomarle el pelo a la jefa. Lo sabía todo sobre sus empleados, desde sus gustos culinarios hasta las fechas de sus cumpleaños. Normalmente, se mostraba bastante comprensiva cuando no fulminaba con la mirada, y esto pasaba si descubría que algo no había salido como ella quería. Por lo demás, era una persona muy querida por su carácter bueno y empático. 

    El trayecto en la lata de personas finalizaba en el extremo sur de la Avenida de los Pecados. Era común que a la salida a menudo irrumpieran al paso de los viandantes algunos diablillos que alzaban vasos de plástico. Eran pocas las personas que rascaban sus bolsillos, mucho menos en un día en el que los termómetros marcaban números negativos. A Amador también le costaba trabajo desnudar las manos cuando no tenía alguna moneda suelta. Aquella vez tampoco tenía intención de detenerse, pero sintió que una mano lo agarraba débilmente de la cazadora.

    – “También tengo bizum…”. – insistió un chaval  harapiento y con los ojos intoxicados.
Primero, Amador miró con antipatía al indigente. Unos segundos después, sintió pena por él, y moduló su semblante en una entrañable indiferencia.

    – “No tengo bizum…” – mintió. – “Pero puedo comprarte algo si quieres”.

    – “Señor…” – sonrió bribonamente el joven. – “No creo que puedas…”.

    – “¿Y eso por qué?”

    – “Porque lo que yo quiero, tú no sabrás dónde comprarlo. Y si te lo digo, entonces no querrás ayudarme”.

    Aquella descarada respuesta lo molestó un poco, pero por todo trató de mantener la modestia. Sacó el móvil, miró la hora y enseguida se impacientó.

    – “Entonces dime algo que pueda comprarte, porque ya estoy llegando tarde al trabajo…”.
No era ningún drama ayudar a un indigente, si bien la indigencia sólo entendía de prioridades, la mayoría de las veces, y de cosas que sacian a la ruina antes que al estómago. Cuando las viviendas sociales están vacías y las aceras están llenas, no es necesariamente una obligación del oficinista que sale del autobús urbano, el mismo que vive hacinado en un zulo alto y apartado, y anda con una cazadora vieja y apagada, convencerse del bien la caridad indiscriminada. Entonces, Amador se preguntaba si sentir pena por aquel muchacho equivalía a sentir pena por su vida misma o si, por el contrario, se trataba de un simple acto de altruismo. Irónicamente, el primer regalo en el día de su cumpleaños no iba a ser para él.

    A los pocos minutos, Amador salía de un minimarket con una bolsa que contenía un zumo y un par de empanadas. El joven desgraciado, que lo estaba esperando en la salida fumando un cigarro, agarró la bolsa y, sin mirar a Amador a los ojos, se fue musitando un insulso “gracias”.

    La Avenida de los Pecados, donde se hallaba la sede de Lumivella S. L., por lo general era mucho más tranquila. Se trataba de una vía de conexión de varios carriles opuestos, cuyas dimensiones desentonaban con el resto de las calles que la atravesaban. Aunque su ubicación era muy céntrica, su absurda gigantez la privaba de contar con un alumbrado público adecuado, por lo que cruzarla de noche resultaba un poco peligroso. 

    A ambos lados de la avenida se juntaban anchos bloques de viviendas, esbeltas estructuras sesenteras de ladrillo rojo, balcón y toldo. Solo la transitaban los vecinos, los turistas desorientados y los buenos clientes. La mayoría de las plantas bajas a pie de calle permanecían inertes, con las persianas bajadas y un cartel de “se traspasa” o, en el peor de los casos, “cerrado permanentemente”. Tan solo unos pocos negocios habían logrado sobrevivir a la crisis financiera de principios del siglo. Entre ellos, en la esquina noreste estaba la cafetería Aromma en la que Amador y sus colegas de oficina solían pasar los descansos. En la mitad derecha de la vía se encontraba la pastelería más popular de la ciudad, Dulce Éclat, sobre todo porque allí hacían las mejores tartas para eventos y fiestas. Al sur, junto a la parada de bus, estaba el minimarket, abierto las veinticuatro horas, y un par de locales más. Las oficinas de Lumivella S. L. estaban situadas frente a la pastelería, al otro lado de la calle. Cerca de la entrada había un par de contenedores junto a los que de vez en cuando, y si el tiempo lo permitía, aparecía un invidente para vender fortuna.

    Para poder cruzar la inmensa calzada, había que caminar hasta uno de los extremos, en los que estaban los semáforos con sus correspondientes pasos de peatones. A Amador le irritaba tener que hacer eso, sobre todo cuando tenía prisa, bien porque le había fallado el despertador o porque  le retrasaba la nieve, el barro o los posibles charcos congelados que hubiera dejado la noche.

    Las oficinas de Lumivella S. L. se hallaban en la cuarta planta del edificio. Había que subir unas escaleras de hormigón que resbalaban cuando estaban sucias o mojadas. Nada más llegar a la puerta, todo el mundo era recibido con el “Welcome” casi ilegible de un felpudo que no pasaba por sus mejores momentos. La puerta era de madera robusta, casi decolorada por el paso del tiempo, y el pomo, que estaba roto y oxidado, era la única razón por la que siempre se dejaba entreabierta.

    Amador frotó la suela de los zapatos en el felpudo y entró a la oficina con cierto cuidado. No hubo sobresaltos ni sorpresas de ningún tipo. Nadie lo había acometido con abrazos, besos y felicitaciones, así que aprovechó la ocasión para desvestirse y colgar el abrigo en el perchero. Luego sacó el móvil para mirar la hora y dejó escapar un suspiro de angustia. 

    – “¡Ya llegó el tardón!”

    Del fondo de la oficina emergió una voz delatadora. Se trataba de Armando, el contable de la empresa y la persona más odiada por Amador con diferencia.

    Armando era un hombre alto y delgado que rozaba los treinta. Soltero dentro y fuera de la oficina, se le conocía por ir siempre con traje y el cabello excesivamente engominado. Le gustaba destacar entre los demás de la forma más apuesta posible, aunque para ello tuviera que pasear entre los escritorios como si estuviera en una pasarela de moda. Trataba, además, de sintonizar su apariencia perfecta con su cuestionable ejemplaridad en la empresa. Se rumoreaba que era el soplón de Esperanza. Cualquier cosa rara que pasase en la oficina, por muy nimia que fuera, él era el primero en hacérselo saber a la jefa. Y Amador temía que le informase de su tardanza.

    Amador no contestó a Armando. Con paso medido se dirigió hasta su escritorio. Sin embargo, la dilatada sombra de un hombre obeso, rubio y con un corte de cacerola se detuvo en su camino impidiéndole continuar. Era Bruno, el informático que ponía al día la web de la empresa. No era el empleado más sociable de la oficina pero, a diferencia de Armando, siempre se mostraba amable con todo el mundo. Lo que más llamaba la atención de su rostro eran sus hinchados mofletes, que cuando se tensaban le aplastaban los ojos. Siempre decía que lo que más le apasionaba en la vida era lo que el denominaba “lenguaje CO+CO” o, traducido a lo entendible, el código y la comida. De ahí que la vida sedentaria, la de comer y sentarse o la de sentarse y comer, especialmente bollería, le hubieran ayudado a moldear su figura grande y redonda.

    Como cada mañana, el informático recibió a Amador con una taza de café en una mano y dos donuts en la otra. Pero había veces que aparecía con hasta cinco, cada uno en un dedo, o tres y un churro, o un triángulo de chocolate. Y, si hacía falta, podía prescindir del café para poder cargar con más azúcar. Amador recibió a su colega con una inapetente mueca, porque tampoco él se había acercado para felicitarle por su cumpleaños. Aunque no era nada raro que ni el mejor de sus compañeros se acordase de tal evento. El ambiente laboral siempre había sido una máscara de la realidad, y la realidad era ese individualismo caprichoso, la tendencia a pensar más por uno mismo que por el que se sienta en el escritorio de al lado.

    Era una costumbre que Bruno empezase a bombardear a la gente con sus frecuentes problemas de salud. Padecía colesterol, diabetes, obesidad mórbida y un sinfín de problemas como consecuencia de su infinita glotonería. Siempre tenía algo en la boca; algo dulce, algo salado o una combinación de las dos cosas. No con eso satisfecho, cuando comía normalmente estaba pensando en qué iba a comer después, y ocurría a menudo.

    Amador ya estaba acostumbrado a la cantinela diaria de su compañero. Sus intentos de convencerlo de que dejase de comer tanto y empezase a hacer deporte solían terminar envueltos en plástico azucarado en el fondo de una papelera. Un día, durante el almuerzo, Amador le sacó el tema de las mujeres. Le dijo que si no se ponía a dieta, nunca encontraría a su media naranja. Pero a Bruno no parecía importarle mucho. Él aseguraba que nunca iba a ser más feliz salvo comiendo sin parar. Desde aquella contestación, Amador no insistió más en el tema.

    Cuando Amador por fin se había librado de Bruno, obtuvo el espacio suficiente para sentarse delante de su escritorio y encender el ordenador. Luego miró a su alrededor. A excepción de Armando, que no se había levantado de su mesa, y de Bruno, que se encontraba en el mismo sitio devorando los donuts, la oficina se contemplaba en calma, casi vacía.

    Lumivella S. L. gozaba de unas modestas oficinas. El local, de aproximadamente ochenta metros cuadrados, abarcaba toda una planta del edificio. Para Amador, era todo un lujo. El espacio estaba dividido en tres zonas. La puerta daba entrada directa al área de trabajo, la zona más grande de todo el lugar. A mano derecha estaban distribuidos cuatro escritorios; uno en el rincón noreste junto a una enorme estantería, el de Amador, y los otros tres de espaldas a la pared sur que daba a la calle. Armando se sentaba en el rincón sureste, cara a cara con Amador para su desgracia, Bruno a su izquierda y Agustín cerca del recodo en el que descansaba el perchero. Cada escritorio tenía su propia ventana. 
En el fondo derecho, detrás de la mesa de Amador, había una puerta que daba a un pequeño baño que contaba con lo más básico; un lavabo con espejo, un toallero descolgado y un inodoro pequeño y endeble. Y en el lado izquierdo del plano se localizaba un despacho en cuya puerta colgaba un cartel que decía “Esperanza”. A la derecha de la puerta, una fotocopiadora, un dispensador de agua y una mesa ocupada por un teléfono y numerosas torres de papeles apilados revelaban el puesto de la secretaria.

    La oficina, aunque tenía muchas ventanas, raramente era bañada por la luz natural. La mayor parte del tiempo estaba iluminada por una serie de tubos fluorescentes pegados al techo, cuyos interruptores se encontraban detrás del perchero.

    Había cinco ventanas por las que difícilmente entraban los rayos solares. Una estaba en el despacho de Esperanza, casi siempre cerrado en su ausencia. Otras tres tenían las persianas caídas. Las correas eran tan viejas que no habían aguantado el subir y bajar diario. Sólo la ventana de Amador, la única que daba al patio interior, había sobrevivido a los desgarramientos. Sin embargo, Amador no era aficionado a asomarse por esa ventana. Estaba convencido de que no había mucho que ver, tan sólo un patio gris y estrecho por el que de vez en cuando caía un vencejo atolondrado. De modo que su persiana casi siempre permanecía bajada.

    Después de ordenar su escritorio, Amador cogió su taza de la estantería y se acercó al dispensador de agua. Llenó la taza hasta el borde y sorbió tres veces. Al ver que sobre su mesa no le esperaba ninguna tarta, se sintió desesperanzado. Volvió sorber de la taza hasta que el agua tocó el fondo. Luego caminó con como un zombie, con la taza aún en la mano, hasta la puerta de Esperanza. Tocó tres veces, pero no obtuvo respuesta.

    Al darse la vuelta, dirigió la mirada a la solitaria mesa de la secretaria y sintió la frívola atmósfera de la oficina con más intensidad. En absoluto le parecía una empresa de belleza. Las paredes, los muebles, la fotocopiadora… todo era blanco o gris. Quizás por ello Amador había perdido el interés por su trabajo y cada día le costaba más subir las cuatro plantas que le faltaban para hundirse en el cieno. Lo que se encontraba por las mañanas cuando llegaba al trabajo era idéntico a lo que más detestaba: el invierno. Y sin embargo, había algo que lo empujaba a seguir visitando cada día un felpudo viejo y lleno de barro. Era una de esas motivaciones que, incluso en un día sin viento, despejaban las nubes del alma. Al menos, él lo creía así. Si había algo que verdaderamente le devolvía las ganas de regresar a Lumivella S. L. era ver a Camila. 

    En el centro de todas las miradas masculinas de la oficina estaba ella, una veinteañera de pelo castaño y rizado, ojos negros y unas gafas redondas que le tapaban media cara. Camila no era la mujer más guapa que se hubiera visto, pero sí la única que Amador creía accesible. Aunque Esperanza la superaba en belleza y elegancia, casi nunca se dejaba ver por la oficina. Por lo tanto, no resultaba extraño que, condenados a un horario partido de oficina, casi todos los empleados se hubieran fijado ya en ella.

    Camila, en cambio, no se daba cuenta de nada. Siempre estaba en su mundo, con sus cosas. Cuando no estaba con alguna tarea pendiente, una de sus aficiones durante los descansos era ponerse música ambiental, normalmente el incesante sonido de un riachuelo con un piano de fondo, mientras meditaba. Era una persona muy generosa. Se entregaba a todo el mundo sin esperar nada a cambio. Siempre llevaba galletas a la oficina para compartirlas con el resto de la plantilla. Además, las galletas sobrantes las metía dentro de una bolsa que luego colgaba de la puerta del edificio, esperando que algún desamparado con buena suerte las encontrase. Y parece que así sucedía la mayoría de las veces. Al regresar cada mañana, Camila descubría que las galletas ya no estaban, y entonces entraba en la oficina con una sonrisa imposible de desdibujar. Pero aquel día, en cambio, Camila no estaba en la oficina, y Amador ya estaba echándola de menos.

    –  “¿Dónde está Camila?” – lanzó la pregunta al aire.

    –  “Nos abrió la puerta y volvió a irse”. – explicó Bruno con la boca llena de donuts. – “Dijo que tenía que ir a por algo”.

    Tras oír esto, Amador comenzó a sospechar. Era la primera vez que entraba en la oficina y no veía a la secretaria en su puesto. Continuamente se preguntaba qué otros asuntos tendría Camila a las nueve de la mañana que no eran atender llamadas y sellar documentos. Pensó sobre esto a medida que caminaba de vuelta a su escritorio, hasta que una voz familiar irrumpió en la oficina.

    –  “¡Ya he vuelto!”

    Camila entró jadeando y comenzó a quitarse el abrigo. Sostenía una bolsa en las manos. Luego comenzó a canturrear con la misma felicidad que cuando regresaba de ver que las galletas no estaban en su sitio. Cuando Amador la oyó aparecer con todas sus alegrías de vivir, se quedó clavado en el sitio y sin saber qué hacer. Pensó que, si continuaba indiferente hasta su escritorio, podía dar la impresión de que ella no le interesaba. A Amador le gustaba tanto Camila que, cuando la tenía cerca, nunca sabía cómo reaccionar. Era como si perdiese completamente la conciencia de su ser. No sería la primera vez que Camila le preguntaba la hora y él miraba su reloj sin acordarse de que llevaba una taza llena de algún líquido. Entonces todos se reían excepto el propio Amador, que tenía que mostrar continencia incluso cuando el amor comenzaba a abrasarle la piel.

    Aquella mañana no fue diferente. Amador sudaba como un cerdo mientras su pupila recorría la silueta de Camila. Tartamudeaba frases incomprensibles, que aparentemente Camila no escuchaba. El corazón se le desprendía del pecho, e intentaba no escupirlo por la boca volviendo a tragárselo. La situación acostumbraba a ser amarga, absurda e incoherente. Pero Camila nunca se daba cuenta de nada.

    Cuando por fin recuperó la firmeza, Amador saludó a Camila con una tímida sonrisa y seguidamente se dirigió hasta su escritorio. Desde el fondo la seguía observando por el rabillo del ojo. La secretaria dejó la bolsa en el suelo y se puso a organizar su escritorio; clasificó algunos papeles, se cercioró de que el teléfono estaba colgado y encendió el ordenador. La máquina comenzó a emitir una amalgama de ruidos mecánicos que evidenciaban el duro y prolongado uso que le daba su dueña. Cuando terminó de acomodarse, saco un peine y un espejo de mano de su bolso y comenzó a arreglarse los rizos. Parecía distraída, y tenía un aspecto desaliñado como de haber regresado de una maratón, pero Amador no se atrevió a preguntar. No tenía esa confianza con ella pese a que solían relacionarse dentro y fuera de la oficina.

    Amador fue de los últimos becarios contratados para gestionar las redes sociales. No llevaba ni dos años en el puesto y ya estaba hastiado. Tampoco le entusiasmaba volver a su trabajo anterior; aquellas interminables noches sirviendo copas en una tasca del centro, teniendo que soportar el continuo percutir de la música y las peleas de borrachos en medio de una epiléptica oscuridad. Reconocía que mintió en su entrevista con tal de escapar de aquella tortura. Entró a Lumivella S. L. sin saber siquiera lo que significaba el engagement o el target. Una simple tarea como publicar un artículo o crear una campaña podía mantenerlo ocupado durante horas. Cuando se encontraba en apuros, Camila se prestaba a ayudarlo. Para un hombre que vivía solo y que únicamente hablaba con una araña o los desamparados de la parada del bus, aquella repentina muestra de interés femenino allanó el camino de su enamoramiento.

    Al principio, Camila parecía sentirse a gusto en compañía de Amador. Durante los descansos, solía buscarlo para conversar con él. Ella no tenía reparo en contarle todos sus líos amorosos. De hecho, era una manera que tenía de desahogarse de sus fracasos. Él, en cambio, siempre se mostraba tímido y callado. Le parecía suficiente con observarla como un mono observa a otro mono comiéndose un plátano. Su máximo estado de felicidad se limitaba a oír la voz de su amada contando interminables historias de amor o desamor, por muy ñoñas o pesadas que resultasen, sin sentir la obligación de retenerlas en la memoria. Curiosa terapia para dos oficinistas que, pese a la cercanía, no sabían mucho el uno del otro. A fin de cuentas, ella tampoco se había acordado de que era su cumpleaños.

    Un poco más tarde de las nueve, cada empleado comenzó a reservarse un hueco delante de la gran estantería, junto a la mesa de Amador, que es donde había estratégicamente colocada una máquina de espresso. Cada uno escogió una cápsula, agarró su taza e hizo cola para dar un sorbo de cafeína. Camila se acercó con la bolsa y de ella sacó otra bolsa que contenía otra bolsa que protegía una docena de galletas. Todo el mundo cogió una salvo Bruno, que normalmente se llevaba un par extra hasta que la secretaria se enfadaba las escondía en el cajón de su mesa. “He vendido cuatro lociones en tal sitio” o “esta semana incluimos un nuevo lápiz de ojos al catálogo” solían ser los temas más hablados. Sin embargo, aquella mañana alguien anunció algo que hizo saltar las alarmas.

    –   “¿Sabéis de quién es el cumpleaños hoy?”

    Hubo un silencio tenso, incómodo. Las galletas dejaron de crujir en las bocas y las cucharillas cesaron de golpear las tazas. Todas las miradas apuntaban a Armando, el contable, la persona que había pregonado el misterio y se hacía de rogar para revelarlo. Por un momento, Amador se inquietó y quisó saber la respuesta inmediatamente, pero Armando era tan petulante que el sólo hecho de saber algo que el resto de sus compañeros no sabía lo hacía sentirse en un nivel superior. Y en cierto modo, algo más que sus compañeros sí que sabía. Nadie excepto él se había acordado, ni siquiera Camila, la secretaria, de que aquel día frío y gris era el cumpleaños de Esperanza.

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